El papa Francisco, fallecido el 21 de abril de 2025 a los 88 años, deja tras de sí un legado marcado por el diálogo, la apertura y una decidida apuesta por la unidad entre los cristianos. Desde que asumió el pontificado en 2013, Jorge Mario Bergoglio —primer papa jesuita y latinoamericano— dedicó importantes esfuerzos a tender puentes con las iglesias protestantes, en especial con la comunidad luterana, en una línea pastoral que privilegió el encuentro por encima de las diferencias teológicas.
Uno de los momentos más simbólicos de su pontificado en materia ecuménica ocurrió en 2016, cuando viajó a Lund, en Suecia, para participar en la conmemoración de los 500 años de la Reforma protestante. Allí, junto al obispo Munib Younan, entonces presidente de la Federación Luterana Mundial, firmó una declaración conjunta donde ambas iglesias se comprometieron a trabajar por la paz, la justicia social y la acogida de migrantes. En esa ceremonia, Francisco afirmó:
“Tenemos la oportunidad de reparar un momento crucial de nuestra historia, superando controversias y malentendidos que a menudo impidieron que nos comprendiéramos unos a otros”.
Francisco fue el papa que más se acercó a los protestantes desde la Reforma del siglo XVI. Aunque otros pontífices, especialmente desde el Concilio Vaticano II, impulsaron el diálogo ecuménico (como Juan Pablo II con su encíclica Ut Unum Sint y Benedicto XVI con encuentros teológicos), Francisco le dio al acercamiento una dimensión pastoral, afectiva y simbólica sin precedentes.
“Yo creo que las intenciones de Martín Lutero no eran equivocadas, era un reformador. Tal vez algunos métodos no eran los justos, [pero] en ese tiempo la Iglesia no era un modelo por imitar, había corrupción en la Iglesia, había mundanidad, apego al dinero, al poder, y por esto él protestó”, dijo en una ocasión.
La voluntad de acercamiento no se quedó en lo simbólico. En numerosas ocasiones, Francisco invitó a dejar atrás el “proselitismo” para caminar juntos como hermanos. En 2015, durante una visita a la Iglesia Evangélica Luterana de Roma, respondió espontáneamente a preguntas de fieles protestantes, en un gesto de sencillez poco habitual. Tres años después, al recibir una delegación de la Iglesia Evangélica Luterana Alemana en el Vaticano, expresó:
“Ningún diálogo ecuménico puede avanzar si nos quedamos firmes. Debemos proseguir: no con el ímpetu de correr adelante para ganar metas deseadas, sino caminando juntos con paciencia, bajo la mirada de Dios”.
Su lenguaje estuvo siempre impregnado de cercanía. En varias oportunidades repitió que “Jesucristo es el corazón del ecumenismo”, y que la división entre cristianos “hiere el testimonio del Evangelio”. Para Francisco, no bastaba con los encuentros entre teólogos y jerarcas; el diálogo debía ser vivido también por las comunidades de base: “El ecumenismo pide no ser elitistas, sino implicar todo lo posible a los hermanos y hermanas en la fe, creciendo como comunidad de discípulos que rezan, aman y anuncian”.
Francisco supo ganarse el respeto incluso de quienes no compartían todas sus posturas. El arzobispo luterano Antje Jackelén, primada de Suecia, lo describió como un “hombre de fe valiente y humilde, que ha enseñado al mundo que la unidad no es uniformidad”. Por su parte, el pastor presbiteriano Carlos Montoya, de Argentina, lo definió como “un papa que supo escuchar, sin prejuicios, y que nos mostró que se puede ser firme en la fe y abierto al otro al mismo tiempo”.
Su muerte marca el fin de una etapa de reformas e iniciativas valientes dentro de la Iglesia católica. A lo largo de su pontificado, Francisco impulsó el Sínodo sobre la sinodalidad, reformó la Curia, se enfrentó a las estructuras de poder interno y propuso una Iglesia “en salida”, centrada en los pobres. Pero también deja como herencia un camino abierto hacia la unidad de los cristianos. Como él mismo dijo en 2024, al recibir a un grupo de luteranos en el Vaticano:
“Como cristianos, católicos y luteranos estamos llamados sobre todo a amarnos intensamente, con verdadero corazón, los unos a los otros”.
Ese legado de cercanía y de escucha será, sin duda, uno de los más recordados de su tiempo al frente de la Iglesia. Porque para Francisco, el ecumenismo no era una tarea diplomática, sino una vocación evangélica.
El mundo llora su muerte
Francisco falleció el 21 de abril de 2025 a las 7:35 en su residencia en la Casa Santa Marta, Ciudad del Vaticano, a los 88 años. Su muerte, anunciada por el cardenal Kevin Farrell, camarlengo del Vaticano, ocurrió tras una hospitalización de 38 días en el Hospital Gemelli por una neumonía bilateral, complicada por una enfermedad pulmonar crónica derivada de la extirpación parcial de un pulmón en su juventud. Su última aparición pública fue el 20 de abril de 2025, impartiendo la bendición Urbi et Orbi en la Plaza de San Pedro, visiblemente debilitado.
El Vaticano activó el protocolo de sede vacante, con el cuerpo de Francisco velado en Santa Marta y expuesto en la Basílica de San Pedro a partir del 23 de abril. Según sus deseos, será enterrado en la Basílica de Santa María la Mayor, rompiendo con la tradición de los funerales en San Pedro. Su muerte desató reacciones globales, con líderes religiosos protestantes, como el arzobispo Welby, elogiando su legado ecuménico. Sin embargo, también abrió incertidumbre en la Iglesia, con un cónclave previsto entre el 6 y 11 de mayo de 2025 para elegir a su sucesor, en un contexto de tensiones entre reformistas y conservadores.
Legado ecuménico
Francisco enfrentó críticas de sectores conservadores, tanto católicos como protestantes, que lo percibían como demasiado liberal. Algunos protestantes conservadores, que admiraban a Juan Pablo II y Benedicto XVI, vieron en Francisco una adaptación excesiva a tendencias culturales modernas. No obstante, su insistencia en el diálogo, la acogida y la colaboración interconfesional dejó una huella imborrable. Su participación en eventos como el de Suecia y su apertura a los evangélicos consolidaron un modelo de ecumenismo práctico, centrado en la acción común más que en las diferencias teológicas.
En un mundo marcado por divisiones, Francisco abogó por una “teología de la acogida” que, en sus palabras, “se pone en diálogo con la sociedad, las culturas y las religiones para la construcción de la convivencia pacífica”. Su muerte marca el fin de un pontificado que, pese a las resistencias, acercó a católicos y protestantes como nunca antes, dejando un desafío para su sucesor: continuar este camino hacia la unidad cristiana.
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